Está sentada, semidesnuda,
y va realzando, frente al espejo,
de uno en uno, esos encantos
que son en ella más que ornamento.
Su piel de nácar, color deseo,
que a un hombre dócil transforma en lobo;
la oscura noche que hay en su pelo,
que si la suelta invade todo.
Las tibias joyas que, palpitantes,
curvas resaltan en su figura;
sus labios que se ven anhelantes,
tal vez de besos, o de lujuria.
Y se maquilla con sutileza,
y todo el mundo desaparece,
y para mí sólo existe ella,
y ella... ¿Quién sabe qué es lo que piense?
Así, cada uno de sus encantos
tiene un hechizo dulce y profundo,
mientras, la miro, inmóvil, mudo,
como en un trance, obnubilado.
Aldo R. Guardatti
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