Subí al colectivo que iba
de regreso a la ciudad aquel domingo, pasadas las 6 de la tarde. La cantidad de
pasajeros era demasiada, al punto que muchos íbamos parados, un poco apretados…
y aún quedaban varias paradas donde debía subir gente que regresaba a sus
hogares para empezar la semana laboral al día siguiente.
Algunos habían tenido la
suerte de conseguir asiento, pero el egoísmo que evidenciaban era abrumador.
Para, en caso que alguien
les reclamara su falta, alegar que ni siquiera habrían visto a una embarazada,
un anciano, un lisiado o una mujer con un niño en brazos a quien no habían dado
el asiento, algunos de ellos llevaban diarios (muchas veces de días anteriores)
o revistas y simulaban leer todo el tiempo, casi sin pasar las hojas durante el
trayecto. Otros tenían auriculares en sus oídos y miraban como hipnotizados las
radios, los aparatitos de MP3 o los dispositivos de donde supuestamente surgía
la música, si es que acaso funcionaban. También estaban aquellos más jóvenes que
hablaban todo el rato por el celular, girando la cabeza y gesticulando a cada
instante, resultando abrumador el crédito que cargaban en esos teléfonos, si
acaso era cierto que hablaban todos esos minutos. Una variante era la de
escribir y enviar mensajes de texto, y luego quedar mirando la pantalla
esperando la respuesta, o bien solamente jugar con lo que tenía disponible el
aparato. Finalmente estaban aquellos (generalmente de más de 35 años, y la
mayoría de las veces hombres) que sin nada en sus manos simulaban dormir
cruzando los brazos sobre su pecho y recostándose contra un costado, pero
abriendo fugazmente un ojo cada tanto.
De repente un gran
resplandor iluminó el cielo, y a los pocos segundos una ráfaga calcinante
atomizó el colectivo y todo el pasaje. Algunos de los que estábamos de pie
vimos esa nube de fuego llegar más veloz que
un tsunami, pero no tuvimos tiempo ni de sorprendernos ni de gritar.
Desde entonces un colectivo
fantasma sigue circulando aún por donde estaba la ruta que iba a la ciudad.
Adentro viajan sentados fantasmas que no se enteraron lo que ocurrió, y unos siguen
sosteniendo frente a sus rostro un diario que ya ni siquiera es carbonilla, otros
van con los ojos cerrados y los auriculares derretidos en sus espectrales oídos,
otros quieren teclear un mensaje de texto con el pulgar en su mano ahuecada por
toda la eternidad… y yo sigo de pie en medio de ellos, renegando que finjan no
darse cuenta de lo que pasa en derredor suyo sólo por no dar el asiento.
ALDO R. GUARDATTI
(Todos los derechos reservados)
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