Ya
se estaban diluyendo
últimas
luces del día,
y
en aquel banco de plaza
que
eras mía me decías,
cuando
encendieron farolas
pálida
luz mortecina,
y
dialogaban las sombras
con
dulces rosas cautivas.
No
habíamos reparado
en
los fieros nubarrones
que
con sus trajes de plomo
infundían
mil temores,
en
las hadas, en los duendes
y
en los ángeles menores,
cuando
un trueno estremeció
con
furia los corazones.
Se
apagaron las farolas,
se
desató la tormenta,
murieron
todas las luces
que
alumbraban a la vuelta,
y
en menos de dos minutos
la
plaza quedó desierta,
solo
tú y yo mirándonos
sobre
el banco de madera.
Las
gotas se deslizaban
por
tu pelo renegrido,
y
tu blusa, ya empapada,
revelaba
sin permiso
a
tus pechos palpitantes,
tus
pezones encendidos,
tu
deseo desatado
tan
ardiente como el mío.
Advertiste
que mis ojos
a
tus ojos no miraban,
y
con cómplice sonrisa
ya
mis manos agarrabas,
las
llevabas a tus pechos,
que
turgentes provocaban,
y
esperando parecían
mis
caricias entusiastas.
En
medio del aguacero
nos
besamos con euforia,
y
tus manos liberaron
mi
virilidad ansiosa.
Te
senté sobre mi falda,
frente
a frente, boca a boca,
y
el vuelo de tu pollera
volaba
cual mariposa.
Todo
tu cuerpo mojado…
¡Qué
cosa maravillosa!
se
mecía alucinado
con
mis manos y mi boca.
Ya
tus piernas se aferraban
igual
que el musgo a la roca,
a
mi cuerpo delirante
aquella
tarde lluviosa.
Nos
estremecimos juntos
mientras
la noche crecía.
Nos
escondía del mundo
esa
lluvia que caía,
pero
en algunas ventanas
se
movían las cortinas,
cual
si curiosos quisieran
saber
lo que allí ocurría.
Quedamos
entrelazados
y
tu cabeza en mi hombro.
Yo
no cabía de la dicha,
y
tampoco del asombro.
Así
como hubo empezado
la
lluvia cesó de pronto,
y
nos pusimos de pie
en
silencio, con aplomo.
Acomodamos
las prendas
serenos,
disimulados.
Las
ventanas de las casas
de
pronto se iluminaron
delatando
a los curiosos
que,
vergonzosos, fugaron,
y
nos fuimos despacito,
aferrados
de la mano.-
ALDO R. GUARDATTI
(Del libro "El deseo a contraluz")
(Todos los derechos reservados)
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