Dicen que mi lapicera
amaba a mi anotador,
fue el uno al otro sentirse
y entonces surgió el amor.
Él, con sus hojas en blanco
le expresaba su pasión,
entre sueños insondables,
sin posible redención,
mientras ella desangraba
tinta de su corazón
dejando en aquellas hojas
un reguero de ilusión.
Brotaban gotas de magia
cuando se unían los dos,
y en historias conjugaban
realidades con ficción,
o en versos de unas estrofas
que querían ser canción,
o tan sólo en una frase,
en una breve oración
cargada de sentimientos
cual de perfume una flor.
Se iban llenando las hojas
sin ninguna precaución,
con trazos inmaculados,
sin más ínfimo tachón,
y era mi mano, tan sólo,
de aquel romance un peón
que a la hermosa lapicera
servía sin condición
para que, enamorada,
besara cada renglón
de las hojas que ofrecía
el amante anotador.
Y después de cada encuentro
donde exultaban amor,
en las hojas, antes limpias,
ocurría la aparición
de historias imaginarias,
de bellas cartas de amor,
de versos plenos de euforia,
de sueños multicolor.
Una tras otra las hojas
se llenaron sin pudor
de frases plenas de magia
hasta el más nimio rincón.
En la última carilla
imperceptible temblor
en la hermosa lapicera
mi tosca mano sintió.
Con letras mucho más chicas
de tinta el rastro quedó,
y al cabo de pocas frases
el espacio se acabó.
Quedó expresión inconclusa,
feneció el anotador
habiéndose dado todo,
venturoso, por amor.
Yo busqué otro cuadernillo
para acabar mi labor,
y que no queden pendientes
el final ni la oración.
Tomé, así, la lapicera
cual siempre había hecho yo,
y al deslizarla en la hoja
ningún trazo dibujó,
se había quedado sin tinta
y su último trazo dio
dándole un beso a su amado,
y junto a él expiró.-
ALDO R. GUARDATTI
(Todos los derechos reservados)
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